Fue el 20 de octubre de 1976, otro miércoles de una primavera en la que Argentina continuaba aturdida por los estragos de la dictadura militar instaurada seis meses antes. Argentinos Juniors, recibía a Talleres de Córdoba en su estadio de La Paternal, hoy estadio Diego Maradona. Casi 8.000 aficionados (7.736 espectadores, cifra oficial) fueron a verlo. En colectivo, como la mayoría, viajaba junto a su padre un chico inquieto de clase humilde al que le faltaban diez días para cumplir los 16 años. Él.
Vestía pantalón azul y camisa blanca, o al menos eso dicta la leyenda. Casi todo lo que sucedió aquella tarde en Buenos Aires es susceptible de haberse idealizado, mitificado, divinizado.
Otras cosas han quedado escritas. Talleres se adelantó en la primera parte, nadie o casi nadie recuerda quién marcó. Tras el descanso, el entrenador local, Juan Carlos Montes, retiró a Giacobetti y dio entrada al dorsal 16, Diego Armando Maradona. Le había convocado por sorpresa el día anterior. “Salga y juegue como sabe”, le dijo. “Y si puede, tire un caño”. Y lo primero que hizo fue tirarlo. El agraciado, Juan Ramón Cabrera, no sospechaba que algún día podría contárselo con orgullo a sus nietos. Un buen novelista habría añadido a ese partido dos gambetas imposibles de Maradona, una asistencia al delantero centro y un gol de falta en el 90. El partido, en cambio, acabó 0-1. Suficiente para hacer cambiar el curso de un país (como un puño apretado) y de un deporte.
Miguel Gutiérrez · 20 Octubre 2006